Un día, el viento trajo un pedazo de mar al desierto, y de él se llevó un mar de arena a la ciudad.
La gente de la ciudad protestó mucho debido a las molestias que aquella arena les causaba, ya que tropezaban con ella y les provocaba resbalones, que son cosas muy fastidiosa que incluso obligan a levantar la vista del móvil.
Pero el caso es que para las gentes del desierto la molestia de aquella agua de mar no lo eran menos, pues el barro dificultaba todas las cotidianas tareas.
El asunto es que los niños de ambos lugares, sorprendidos por la novedad, salieron a disfrutar del agua y de la arena con tal fortuna y dedicación que de esos materiales forjaron primero pequeños castillos y luego, poco a poco, un largo puente que por un instante conectó ambas comunidades, dando lugar a amistades que dejaron atrás tan efímeros materiales.
Y tan así fue, que aún hoy algunos ancianos recuerdan aquella aventura de su infancia como si fuera un increíble y soñado sueño.