OC Relatos 1. Lo mejor de mi amigo

Juan, ¿Juanito?… mi mejor amigo, desde críos. ¿Juanito? Un crack, un fiera, un tío legal, está para todo lo que se le necesite. Bueno, trabaja mucho, ya sabes, y en horario laboral pues imposible, pero el resto del día… bueno, también tiene bastante lío, un listado de gente con chapucillas que ha de arreglar y no le da, la verdad. Pero bueno, si necesito algo en fin de semana, sé que va a estar ahí, o que al menos lo va a intentar.
Este finde pasado, sin ir más lejos, quedamos para cenar, pero solo nosotros. Cena de colegas, que tiene a la Vane últimamente de morros y siempre recriminando. Aunque la entiendo. Vane es paciente, pero hasta lo bueno cansa.

Con Juan o se almuerza, o se come, o se cena. Le gusta comer, al hombre, y es cuando mejor se expresa. Que no come por hambre: disfruta. Mi amigo es un espectáculo, una máquina de devorar todo lo que le va llegando a la mesa.

La verdad es que necesitaba un hombro donde apoyarme. Después de veinte años, mi relación con Raquel había tocado fondo. Pero Juan es más de monólogo, escucha más bien poco. Sabe mucho, el tío: veinte años reparando aires acondicionados, un fenómeno. Aires, calderas, bombas de calor, fontanería, grifería… lo que nadie sabe arreglar, él en un rato te lo deja listo. Y claro, tiene mucho que contar. El otro día lo cambiaron de contrata y claro, nuevo encargado, jovencito, “sin ni puta idea”, y ya el primer día casi acaba a hostias, pero no… todo bien. Dice que el chaval ya se ha dado cuenta de quién es Juanito y que irá con ojo. Yo le creo. Después de diecisiete empresas, algo se debe aprender.

Me cuenta que, claro, en el anterior curro le exigían una puntualidad excesiva, todos los días… tampoco se podía uno ni poner enfermo. “Tenemos una edad”, dice, “y la espalda ya no está como a los 22”. Y claro, tiene que tener sus descansos. La vida ajetreada no va con él.
Vane —su mujer y mi mejor amiga— me decía hace poco que estaba harta de su capacidad de pasar del sofá a la cama sin tocar el suelo. Me reí, pero… no sin cierta pena.

Al final, no hablamos de Raquel. Justo cuando iba a sacar el tema, lo llama el colega del taller —ese que pasa buen material—. Se le ha roto el calentador y, además, es de los que pagan en especias. Me invita a “ayudarle”, porque dice que se le va a complicar la noche, jejejes incluidos. Le digo que no, que tire él solo.

Nos despedimos rápido, como siempre que hay prisa. Se sube a la moto y arranca, dejando su plato a medias y una servilleta arrugada sobre la silla.

Yo me quedo allí, un momento más, con el sabor del vino y algunas palabras que no llegué a decir. Miro el reloj. No es tan tarde.

Pido otra copa.
Pago la cuenta.
Y salgo, pensando que aún queda noche… y que, a veces, lo mejor de un amigo no es él.

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